Pareciera que el siglo XX fue el siglo del fluir de la conciencia. Es decir, no en vano aquel fue escenario de las más cruentas guerras globales, de distensiones entre potencias y camino para una multitud de sombríos eventos internacionales que costaron la vida de millones de hombres y cuyas consecuencias aún nos persiguen hasta el momento en que me encuentro entre estas líneas.
Tal situación no podía pasar desapercibida por sus mismos protagonistas, desde luego; lo que sí pasó desapercibido fue el destino final de tan pavorosas experiencias: el inconsciente colectivo. Toda la experiencia humana yace en el fondo de esa fosa apenas iluminada; el más mínimo baño de sangre o la frígida lluvia de la indiferencia humana hacen brotar los pestilentes retoños de los recuerdos, de las viejas ideas bastardas, de ésas que no reconocemos como propias sino cuando nos vuelven a doler. Este es el siglo del fluir de la conciencia.
El siglo XX también fue el escenario de los grandes experimentos. Si nos centramos únicamente en la experiencia artística, y más aún en la literaria, caeremos en la cuenta de que las más logradas técnicas discursivas han rescatado ese peculiar aspecto humano, esa capacidad sublime y torturante de revivir al dolor con todas sus letras y trasponer lo amargo a nuevas circunstancias. Caben las preguntas eternas sobre nuestra naturaleza, sobre el destino y aún sobre nuestro quehacer cotidiano. ¿Es tan absurdo como se nos muestra tras el cristal de la novela contemporánea?
Precisamente, una de aquellas técnicas, responsable por un lado, de nuestro escepticismo, y por otro, de mayor clarividencia respecto de los procesos más íntimos de nuestra existencia, es el fluir libre de la conciencia, llamada así porque permite reconstruir en el discurso, como en un collage, las diferentes impresiones de un objeto comparadas con otros vistos en circunstancias que sabrá Dios la relación que tienen finalmente. De esto se desprende que muchas veces, las asociaciones entre un evento y otro no se condicen necesariamente por vía natural, sino forzadamente y casi contranatura.
Territorio Comanche es una novela que no sólo rescata esa técnica, sino que la convierte en el sustento pleno de la trama. La experiencia muy real de la guerra de Bosnia es en realidad un pretexto obligado –pues no hay narrativa que se desligue de contingencias espacial-temporales- para invitar al lector a un verdadero viaje por los pedregosos caminos del espíritu humano. Toda la intención de su autor, aquí un magnífico Arturo Pérez-Reverte que supera las limitaciones comerciales de sus anteriores novelas, se descubre como un ejercicio de acercamiento al drama humano en general, apelando a esta excursión macabra sin evitar en su itinerario los médanos más desolados ni nada. También es la historia del riesgo profesional periodístico, pero esta cuestión no interviene como fundamento, sino como un mensaje de encuentro necesario, como idea principal que no debemos dejar de lado pues que determina la especificidad poderosa de su contexto.
Hablemos de lo mismo, pero fijemos nuestro lente zoom –nada más adecuado para una historia de reporteros. Precisamente, la novela arranca con un Márquez enfocando el zoom sobre la nariz de un cadáver en las cercanías del puente de Bjelo Polje. Barlés se acerca y piensa en la soledad de los muertos y en un curioso detalle: aquel muerto, un joven croata alcanzado por un mortero, tenía nariz. Con esta pequeña viñeta digna de Goya, se desencadena la retahíla de pensamientos llevados a cimas becquerianas y al descubrimiento del humor negro de un ex -corresponsal que realiza su propia catarsis en la escritura.
Si bien no se trata de una novela autobiográfica, existen ciertas referencias a la labor que el mismo Pérez-Reverte realizó tal como Barlés y Márquez durante 23 años, antes de dedicarse plenamente a la literatura. Sin embargo, mucho del estilo reporteril puede ser apreciado en los casi ajenos relatos, herencia del viejo esfuerzo objetivista vuelto costumbre. Se ha dado el milagro de personajes que cuentan con vida propia y de los que el autor puede tranquilamente tomar distancia y dejarlos hacerse.
Pero está afirmación, si no se toma con cautela, podría generar algunas confusiones, más aún entre los que tomen esta pequeña charla como incentivo para una lectura directa de la obra, y mucho más para los que conserven las opiniones aquí vertidas como lectura referencial o indirecta de la misma. Decir que estos personajes siguen su propio rumbo tiene una limitante que señala la frontera necesaria entre la literatura y el reportaje puro: el punto de vista del narrador. En el reportaje, la calidad del narrador es más bien testimonial. En Territorio Comanche puede serlo, pues también se comporta como narrador heterodiegético. Totalmente ajeno. Totalmente entrometido. Ello hace posible por ejemplo, ciertas precisiones que no están en boca de los protagonistas. Un Barlés que sonríe mientras piensa que la “limpieza étnica” es la cosa menos limpia, como ejemplo, vale por dos.
Resucitar aspectos del pasado a través de referentes casi disímiles desde el punto de vista lógico es un leitmotiv en la narrativa nacida del laboratorio vanguardista. Se trata ante todo de la deconstrucción la vida humana como totalidad, fuera de los muy relativos tiempos y espacios para poseer una visión más integral, más unificada y menos diseccionada, acorde con las modernas concepciones del proceso que bien podríamos llamar existencia. Cabría agregar que la novedad aquí es la limpieza lingüística casi de reportaje, como mencionábamos en el párrafo anterior, que nos permite alcanzar nuestro objetivo de lector en largo alcance: una perspectiva nítida.
Sería excesivo declarar que Arturo Pérez-Reverte es el nuevo hijo de la tendencia literaria más cercana al quehacer periodístico. La razón no sólo es cronológica, puesto que Reverte no es precisamente joven, sino también porque esta corriente tiene ya otros representantes tan notables como el que hoy nos ocupa, y se ha convertido casi en una condicionante estilística de la narrativa actual. Sin embargo, no podemos concluir sin afirmar que el autor de Territorio Comanche ha logrado un magnífico retrato de las inquietudes más humanas.
Tal situación no podía pasar desapercibida por sus mismos protagonistas, desde luego; lo que sí pasó desapercibido fue el destino final de tan pavorosas experiencias: el inconsciente colectivo. Toda la experiencia humana yace en el fondo de esa fosa apenas iluminada; el más mínimo baño de sangre o la frígida lluvia de la indiferencia humana hacen brotar los pestilentes retoños de los recuerdos, de las viejas ideas bastardas, de ésas que no reconocemos como propias sino cuando nos vuelven a doler. Este es el siglo del fluir de la conciencia.
El siglo XX también fue el escenario de los grandes experimentos. Si nos centramos únicamente en la experiencia artística, y más aún en la literaria, caeremos en la cuenta de que las más logradas técnicas discursivas han rescatado ese peculiar aspecto humano, esa capacidad sublime y torturante de revivir al dolor con todas sus letras y trasponer lo amargo a nuevas circunstancias. Caben las preguntas eternas sobre nuestra naturaleza, sobre el destino y aún sobre nuestro quehacer cotidiano. ¿Es tan absurdo como se nos muestra tras el cristal de la novela contemporánea?
Precisamente, una de aquellas técnicas, responsable por un lado, de nuestro escepticismo, y por otro, de mayor clarividencia respecto de los procesos más íntimos de nuestra existencia, es el fluir libre de la conciencia, llamada así porque permite reconstruir en el discurso, como en un collage, las diferentes impresiones de un objeto comparadas con otros vistos en circunstancias que sabrá Dios la relación que tienen finalmente. De esto se desprende que muchas veces, las asociaciones entre un evento y otro no se condicen necesariamente por vía natural, sino forzadamente y casi contranatura.
Territorio Comanche es una novela que no sólo rescata esa técnica, sino que la convierte en el sustento pleno de la trama. La experiencia muy real de la guerra de Bosnia es en realidad un pretexto obligado –pues no hay narrativa que se desligue de contingencias espacial-temporales- para invitar al lector a un verdadero viaje por los pedregosos caminos del espíritu humano. Toda la intención de su autor, aquí un magnífico Arturo Pérez-Reverte que supera las limitaciones comerciales de sus anteriores novelas, se descubre como un ejercicio de acercamiento al drama humano en general, apelando a esta excursión macabra sin evitar en su itinerario los médanos más desolados ni nada. También es la historia del riesgo profesional periodístico, pero esta cuestión no interviene como fundamento, sino como un mensaje de encuentro necesario, como idea principal que no debemos dejar de lado pues que determina la especificidad poderosa de su contexto.
Hablemos de lo mismo, pero fijemos nuestro lente zoom –nada más adecuado para una historia de reporteros. Precisamente, la novela arranca con un Márquez enfocando el zoom sobre la nariz de un cadáver en las cercanías del puente de Bjelo Polje. Barlés se acerca y piensa en la soledad de los muertos y en un curioso detalle: aquel muerto, un joven croata alcanzado por un mortero, tenía nariz. Con esta pequeña viñeta digna de Goya, se desencadena la retahíla de pensamientos llevados a cimas becquerianas y al descubrimiento del humor negro de un ex -corresponsal que realiza su propia catarsis en la escritura.
Si bien no se trata de una novela autobiográfica, existen ciertas referencias a la labor que el mismo Pérez-Reverte realizó tal como Barlés y Márquez durante 23 años, antes de dedicarse plenamente a la literatura. Sin embargo, mucho del estilo reporteril puede ser apreciado en los casi ajenos relatos, herencia del viejo esfuerzo objetivista vuelto costumbre. Se ha dado el milagro de personajes que cuentan con vida propia y de los que el autor puede tranquilamente tomar distancia y dejarlos hacerse.
Pero está afirmación, si no se toma con cautela, podría generar algunas confusiones, más aún entre los que tomen esta pequeña charla como incentivo para una lectura directa de la obra, y mucho más para los que conserven las opiniones aquí vertidas como lectura referencial o indirecta de la misma. Decir que estos personajes siguen su propio rumbo tiene una limitante que señala la frontera necesaria entre la literatura y el reportaje puro: el punto de vista del narrador. En el reportaje, la calidad del narrador es más bien testimonial. En Territorio Comanche puede serlo, pues también se comporta como narrador heterodiegético. Totalmente ajeno. Totalmente entrometido. Ello hace posible por ejemplo, ciertas precisiones que no están en boca de los protagonistas. Un Barlés que sonríe mientras piensa que la “limpieza étnica” es la cosa menos limpia, como ejemplo, vale por dos.
Resucitar aspectos del pasado a través de referentes casi disímiles desde el punto de vista lógico es un leitmotiv en la narrativa nacida del laboratorio vanguardista. Se trata ante todo de la deconstrucción la vida humana como totalidad, fuera de los muy relativos tiempos y espacios para poseer una visión más integral, más unificada y menos diseccionada, acorde con las modernas concepciones del proceso que bien podríamos llamar existencia. Cabría agregar que la novedad aquí es la limpieza lingüística casi de reportaje, como mencionábamos en el párrafo anterior, que nos permite alcanzar nuestro objetivo de lector en largo alcance: una perspectiva nítida.
Sería excesivo declarar que Arturo Pérez-Reverte es el nuevo hijo de la tendencia literaria más cercana al quehacer periodístico. La razón no sólo es cronológica, puesto que Reverte no es precisamente joven, sino también porque esta corriente tiene ya otros representantes tan notables como el que hoy nos ocupa, y se ha convertido casi en una condicionante estilística de la narrativa actual. Sin embargo, no podemos concluir sin afirmar que el autor de Territorio Comanche ha logrado un magnífico retrato de las inquietudes más humanas.
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