
El cielo está reposando en una sombrilla gris que envuelve la capital. Hay aquí, muchos periodistas expectantes y ansiosos. Están acomodándose cual gallinazo que pasa horas buscando de un lugar estratégico para lograr su faena: observar a su carnada. En el portal verde están algunos custodios del orden, cerca de 12 efectivos. Ellos visten chalecos verdes y negros. Unos señalan un lugar y otros acuden a ellos. La situación es como la espera del féretro que contiene el difunto: preparativos de los anfitriones y concurrencia masiva de cuanto curioso pretenda asistir. Ya son las 11 de la mañana y a pesar del frío infernal, quisiera saber cómo le va al sinvergüenza de Montesinos.
A la entrada del Tribunal –coordinada por César San Martín– todos los invitados a dicho evento se pusieron de pie. La función circense dio inicio y tan sólo esperaban la aparición del artista estrella: el súper agente Vladimiro, que es un buen payaso de terno y corbata. Está sentado cómodamente, sin evidencia que delate su nerviosismo –tal vez no lo tenga–. Me hace recordar aquellos videítos en donde se le veía con sonrisas de complicidad con cuanto personaje aceptaba un soborno; esa soltura de fiera indomable que conoce su territorio, el desparpajo de imponer sus reglas y de intimidar a sus adversarios.
–No sé con precisión a que ha venido el ‘Doc’ –me comentó el canoso al pasar cerca de mí, que me pareció familiar, cuando se dirigía a una camioneta roja luego de las tres horas de guardia. Cuando me percaté que se había tratado de Álvarez Rodrich, él ya se había esfumado. Todos los camarógrafos y periodistas tienen esos trajes análogos de oficio –sobre todo en invierno–, no es fácil distinguir uno del otro. Portan un credencial blanco que se suspende de un hilo azul alrededor del cuello. Las chicas del extranjero murmuran que Vladimiro saldrá por otro lugar y no se volverá a trasladar en el vehículo blindado negro en el que vino.
Cuando ingresó, lo hizo acompañado de múltiples ráfagas destellantes que aplacaron la retina de los guardias que escoltaban al testigo. Vladimiro, cual oficial marcial de 28 de julio, se puso en firmes y con ademanes de la cabeza saludo a Fujimori, el inculpado, a la Fiscalía y al Tribunal. Luego tomó asiento y hurgó en su portafolio negro. Trató de observar y clasificar algunos documentos para su defensa, además de sindicar a otros supuestos implicados.
Se inició un estrépito ajeno entre los hombres de prensa. Unos se aislaban para hablarse con sus celulares y miraban en todas las direcciones. Me acerqué hacia un joven: me dijo que era un corresponsal de una Cadena Argentina. Le pregunté amigablemente si sabía por dónde saldría Montesinos y él me contestó que sí, a cambio de una reseña de la imputación que pesa sobre Fujimori en complicidad con el testigo, que había ingresado hace ya un buen rato. Fuimos a tomar asiento hacia donde me indicó, y entre tantos gallinazos que se pasean por el corral, le expliqué hasta donde tenía conocimiento del asunto.
–Sucedió el 3 de noviembre de 1991 en los Barrios Altos, un barrio popular del cercado de Lima, no muy lejos de aquí. Quince personas murieron y cuatro más fueron heridas por atacantes que posteriormente fueron identificados como miembros del Grupo Colina, un destacamento paramilitar formado por miembros de las Fuerzas Armadas del Perú. Esta masacre fue vista como un símbolo de las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el gobierno del presidente Alberto Fujimori y fue uno de los crímenes citados por el gobierno peruano en su solicitud de extradición presentada a Japón en el 2003. El hecho horrendo fue por directiva directa de Vladimiro Montesinos, el ‘Doc’.
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– ¿Y Fujimori sabía? –preguntó el fiscal del medallón dorado.
–Por supuesto que sabía –Vladimiro se inclinó para atrás y juntó las manos sobre las piernas. Detrás de la barrera de vidrio blindado, a espaldas de Fujimori, estaban los familiares del ex presidente junto con los familiares de las víctimas de la Cantuta. A la izquierda, entre desplazamientos atentos, los periodistas, camarógrafos y fotógrafos percibían ampliamente el desenvolvimiento del testigo y buscaban, al ras del cristal, los gestos del inculpado.
–También está la Masacre de La Cantuta, en la que un profesor universitario y nueve estudiantes de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle –conocida como La Cantuta debido al nombre de la zona donde se encuentra– fueron secuestrados y desaparecidos por una escuadra paramilitar, presuntamente pertenecientes al Ejército Peruano. Tuvo lugar el 18 de julio de 1992. El incidente es notable no sólo por las violaciones a los derechos humanos que implicó, sino por la subsecuente impunidad que disfrutaran sus perpetradores. Al menos hasta ahora.– ¿Cómo es posible que aún haya gente que lo apoye a pesar de conocer eso? –replicó el joven y alzó el rostro hacia el cielo como si buscase algo, una respuesta quizá.– ¿Escuchas? –me dijo– lo llevarán en helicóptero.–En el Perú abunda el masoquismo –repliqué con cierta nostalgia. La misma sensación que me captura cuando escucho decir a la gente: “Pero si hace obras, no me importa que siga robando”.
– ¿Y por qué lo hizo?– Por razones de Estado, con autorización y conocimiento del presidente.– ¿Por razones de Estado se pueden cometer delitos?– Sí se puede –aclaró severamente el ‘Doc’.El interrogatorio continuaba con irreverencias propias de un angustiado de protagonismo; ‘bajeza’ como lo calificó Peláez. Vladimiro seguía con ese sarcasmo y fuera de sitio ante el deleite irremediable que hace reír a Fujimori y a los abogados que lo defienden: César Nakasaki y estela Valdivia. El ex presidente adopta un movimiento pendular y toma notas. Esta comparecencia que hiciera su ex asesor, antagónica con las de otros testigos por el proceso de violaciones de derechos humanos, le pareció una función entretenida que ya no le provocaba somnolencia.
El corresponsal se retiró por un momento. El mundo da vueltas, pensé. El segundo hombre de Fujimori había sido enjuiciado, condenado y expulsado del Ejército en 1976 tras descubrirse que viajó a Washington para reunirse con autoridades estadounidenses, entre ellos agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Antes disponía a voluntad a donde ir sin nadie que lo limite; ahora, lo trasladan de aquí para allá, con los mismos oficiales. Ya no lo escoltan, lo custodian. Saco de mi bolsillo un paquete de galletas –similar actitud hacen los periodistas que se han aproximado– y, comiendo cada porción, me pregunto si el ex asesor, Montesinos, condenará, salvará o guardará silencio, al respecto de su antiguo compadre presidencial.
–Se me hizo una baja ficticia, en cumplimiento de una orden que se me dio en 1974. Viajé a Washington para hacer acción de inteligencia sobre Cuba. –El ‘Doc’ contestaba lo que quería y como quería. La sesión se interrumpía cuando el juez de la Sala Penal Especial, replanteaba la modalidad y cordura deseable para tal ocasión. Sobre un soporte de madera se lucían las 3 laptops y el crucifijo del Cristo dorado. Las paredes estaban tapiadas de tablas maderosas y los gallardetes, de la República y del Poder Judicial, enmarcaban la trinidad jurídica; el camaleónico reloj blanco señalaba con sus brazos las 12 y 15. El ‘Doc’ mostró un solitario documento en donde indicó que el Fiscal Guillén –Fiscal adjunto, segundo de Peláez –salvó a un jefe del SIN (Servicio de Inteligencia Nacional), sabiendo que era contradictorio.
Fue a las 6 de la mañana cuando llegó el testigo. Un gran contingente complicaba la labor de los fotógrafos que buscaban inmovilizar la imagen del que propició toda la movilización de la prensa. Vestía de terno oscuro y el contraste que provocaba la camisa blanca hacía notar su corbata celeste de manchas azules – ¿Acaso este color frío reflejaba su espíritu? –Su peinado sencillo consistía en un gracioso y humilde mechón de cabellos, que había quedado aislado del resto de su cabellera, echada hacia la derecha. Sus gafas, de delgada montura, permitían visualizar las patas de gallo en cada sonrisa irónica, jactanciosa, de su vanagloria. Ya habían pasado más de 7 años en que esta pareja no se veía. Desde que el ex jefe del Estado autorizó a su subordinado a exiliarse en Panamá en septiembre del 2002, después de conocerse un vídeo grabado por él mismo –el ‘Doc’ –cuando sobornaba en una instalación del SIN. Desde entonces ya no se elogiaban fraternalmente.
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La mitomanía de Vladimiro Montesinos
– Eso es un mito, es una leyenda negra, lo niego categóricamente –negó el mitómano testigo por el tema de traición a la patria. Tema originado por la acusación de una revista local, que abrió una larga investigación en el Consejo Supremo de Justicia Militar (CSJM) que sospechosamente archivó el caso. Tal vez, esa correspondencia manifiesta de desparpajo ante los ojos inquietos y analíticos, evidencia una alianza sempiterna de apañamiento mutuo. Vladimiro coquetea con Fujimori. La Sala Penal Especial Suprema se transforma en antaña instalación del SIN.–Si los jefes de servicio de inteligencia de un país poderoso no contestaron a las preguntas de los congresistas, ¿por qué tendría que romper yo el código de silencio ante un tribunal de un pequeño país? –alardeó el ‘Doc’.
El sol estaba pasando en cenit. El joven corresponsal me llama presuroso con la mano. Me informó de lo que allá dentro, en la Sala, estaba sucediendo.–De todas formas, no podrá salvar ni salvarse de cuantas acusaciones pesan en su contra –le expresé. Pues en esta misma fecha tenía que haber concurrido a otra audiencia en la Base Naval del Callao, donde enfrenta un pedido de 30 años de cárcel por la muerte de 14 individuos que hizo el Ejército el 22 de abril de 1997. No le alcanzaría toda su pintoresca vida si se le encuentra culpable de las diversas imputaciones.
–Cuando termine con la Sala que me juzga (por el caso Chavín de Huántar) me pueden traer de regreso, si así lo decide esta Sala. –Vladimiro anunció que ya no hablaría más. Ocurrió cuando Peláez pidió un receso. El presidente del Tribunal admitió que el ex asesor estaba en su derecho pero, resaltó que deploraba no haber sido advertido desde el comienzo que sólo hablaría por unas horas. Ronal Gamarra, abogado de la parte civil, se quedó sin una tajada del suculento jamón. El ‘Doc’ se pone de pie y Estela Valdivia lo acompaña entre risitas disimuladas. Una mirada compacta une a Fujimori y a Vladimiro. Hasta la próxima, socio.
Una inesperada conmoción se apodera de los periodistas y les devuelve su arrebatada dinamicidad. Las hélices del helicóptero comienzan a acelerar su rotación y un monótono sonido enerva aún más la angustia de la ‘exclusividad’. De la puerta, a lo lejos, sale entre agentes de seguridad el ex asesor, Montesinos, hoy como testigo, y se dirige presuroso al abordaje. Regresará a la Base Naval del Callao donde cumple reclusión.
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