Complice silenciosa de la calle del comercio

Caminando por las calles céntricas de la ciudad de Lima un fin de semana de aquellos, para ser exacto el último Viernes Santo, en donde la búsqueda del placer se hace primordial para no perder la emoción en la vida, fui víctima de un hecho muy peculiar en pleno caos vehicular y peatonal, durante el trajín de los citadinos por las compras habituales de regalos por los compromisos dados en esos días de reflexión y descanso.

Era el ocaso de un sábado, que ya no vale la pena recordarlo, y solo me limitaba a caminar, pensar y mirar a cada chica bonita que se me cruzara por el camino, esperando en alguna de ellas algo más que una simple conversación rutinaria de saludo y despedida (costumbre que mi soledad me hacía hacer), pero que sin aguardarlo, en esa tarde, en un momento inesperado “se me volteó el pastel”, ya que una señorita agraciada, pero silenciosa, me empezó a seguir como un perro callejero sigue a un posible amo de corazón bondadoso (y la comparación de callejero era porque la mujercita estaba algo sucia y descuidada). Al comienzo no quise creerlo, “seguro que se dirige al mismo destino” pensé, pero cual, si yo no hacía más que subir y bajar, o sea ir y venir, por las calles de tal jirón comercial. En ese entonces pensé: “me ligó alguien” o “algo extraño esta por suceder”, mientras miraba al cielo en busca de alguna respuesta.

Pasaron los minutos y tal actitud de la doncella no cambiaba en lo más mínimo, así que harto de que ella me acosara, ya que siempre era yo el que hacia eso con las señoritas preciosas que estas tierras generan, tome el toro por las astas, di media vuelta y le pregunté:

- ¿Qué pasa? ¿Porque me sigues amiga? ¿Responde? ¿Qué pasa?

- ……

Un silencio se apoderado de nosotros, ella no respondió a ninguna de mis preguntas. Entonces con signos de sarcasmo en sus ojos comenzaba a burlarse de mí, no entendía que es lo que pasaba, la gente que transitaba por tal calle no daba importancia a nuestro escándalo, ni los limosneros que estaban a nuestro alrededor nos miraban. Es así que un abrir y cerrar de ojos dos sujetos me atacaron por la espalda y procedieron a asaltarme de la manera más precavida, con un arma de 9mm en la columna, sujetándome las manos, casi ahorcándome (sin tanta exageración) y de forma tan sutil y “caleta” (sin llamar la atención) que a nadie haría sospechar que se trataba de un asalto. La gente pasaba sin tomarle importancia a los 5 segundos que duró dicho “atraco”, cuando yo pasmado no podía mostrar resistencia a los dos robustos sujetos, con pinta de boxeadores, que brincaron mismas hienas en una noche de caza de la sabana africana, y a las 7 de la noche entre el ruido de la trajinada calle histórica de la ciudad, mientras la chica se retiraba, entre la gente preocupada por sus problemas, mismo guepardo en caza de su gacela para comer. ¿Que había pasado?, sencillamente que tal chica de ojos claros era sordomuda y cómplice de unos facinerosos popularmente conocidos como “Las Hienas de Gamarra”, dedicados a atracar silenciosamente a las personas que transitaran tal calle y las aledañas en complicidad de una bella señorita acosadora de caballeros, que sabían que en cualquier momento caería un incauto a los encantos de la señorita del jirón central. Las Hienas de Gamarra, era una banda organizada de asaltantes, en su mayoría jóvenes entre 20 y 24 años que ascendieron y aprendieron las manías del hampa desde su formación como pandilla hace 6 años, en medio del ritmo de la cumbia tropical andina o simplemente chicha, y que ahora ya con ritmos electrónicos (el cambio de música gracias a la gloriosa globalización) y de la mano con la práctica de deportes de alto riesgo y disciplina (boxeo, natación, atletismo, etc.), ya que para resaltar el físico de aquellos muchachos era muy bueno. Estos tenían muchas modalidades para cometer sus fechorías, como por ejemplo: asalto a mano armada, asaltos silenciosos (lo que me paso a mí), robo de auto partes de carros de última generación, secuestros al paso, extorsión a taxistas y otras que me da pavor recordarlo, mientras en la comisaría el policía anotaba mi caso y a la vez me informaba sobre esta banda del crimen organizado. Me quedé “lelo” (llámeselo tonto), ni siquiera me atreví a denunciarlos, deje los papeles así nada más, ya que se escabulleron en medio de la multitud y en pleno semáforo verde (para mi mala suerte), los taxis nos separaron, aunque solo perdí una billetera con unos cuantos centavos, algunas cartas de amor y mi agenda calendario. Aprendí a no confiar de ningún extraño en la calle.



Las cosas pasan por algo pensé, la noche se me hizo larga y solitaria otra vez en la ciudad que me vio nacer hace más de 20 años, esa “ciudad de la furia” o “ciudad de reyes”, pero de que índole o de que luces o sombras. Esa ciudad que nuestras autoridades la llaman “segura” y que no es más que una mezcla de ilusiones y frustraciones, una suma de aciertos y desaciertos en el desdén que produce luchar cada día por sobrevivir. Las horas me pesarían mucho por haber caído a los encantos de alguna extraña forma femenina, que no siempre yo ha de ganar, ya que esta vez perdí y perdí muy bien, ya que el caso nunca se resolvió, típico en este país, porque a falta de pruebas de un robo agraviado, parecía más bien una estupidez de un simple ciudadano.

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