HIJOS DEL BARRO Y LA SOLEDAD


Tambo - Puquio 2007

Las casas eran de barro tieso que jamás fue fértil, un barro del que salían muy orgullosas unas cuantas tiras de paja; tan secas y amarillas, que ya ni el viento se animaba a moverlas. Los cordeles sucios donde se colgaba la ropa tambaleaban sinuosamente a fuerza del aire seco, tan seco que inflamaba los pulmones. No valía la pena quedarse, no ahí.
Pero, de hecho, lo hicieron. Cientos de familias inmigrantes del Departamento de Cajamarca, atravesaron hace muchísimos años la línea geográfica que da inicio al Departamento de La Libertad. Talvez no tuvieron tiempo de huir o simplemente caminaron tanto que ya no tuvieron fuerzas para regresar, así que decidieron cavar unos metros de tierra y plantar allí las primeras “vigas” de su casa. Tambo – Puquio había nacido.
Era la primera vez que me asomaba por esas tierras. Llegué allí un lunes por la tarde e irónicamente con mi llegada empezó a anochecer. A la caída de la noche, ¡la gente huía a sus casas! Yo, en cambio decidí esperar para ver las estrellas. Se dice que en los cielos serranos las estrellas brillan más, y casi hasta titilan como los cascabeles del cielo de nuestro tierno "Principito".
7:32 p.m. y era Martes. Ya nadie deambulaba por esas calles estrechísimas, donde el aire se hacía denso y más denso…tan denso. Las madres de piel quemada por el sol y las angustias, arropan a sus hijos, y se preguntan si esta noche aún alcanzarán todos juntos en ese delgado y triste colchón, o si sucederá el milagro de que Martha se case pronto para desocupar el espacio. ¡Oh!, olvidé decirlo, el pueblo, hoy, se muere de hambre y tristeza...
Quizás por equivocación o por bendición, esa noche conocí a doña Eugenia. Era una buena mujer. Tenía dos hijas, ambas delgaduchas y desnutridas. Alguna vez tuvo un hijo también, pero quién sabe si aún vive, o si sueña con regresar. “Hay que cerrar bien estas puertas, niña, porque sino la Pamelita se me escapa. No la conoceré yo que la parí”, me decía al tiempo que ataba una soga vieja y hedionda alrededor de su puerta de madera apolillada. ¡Era una mujer tan triste!

Mi madre alguna vez me contó de sus amores dolidos y olvidados; pero jamás me explicó cómo se le hace para soportarlos.
— ¡Ya no vengas Punero!
— ¿Por qué no?
— Te comerán los Perros de Don Chelo.
— Y qué, prefiero morir que no verte Pamelita…
Y el viento de la distancia les dolía en los huesos. Pamelita, hija de doña Eugenia tenía 16 años. No había terminado el segundo grado…y no sabía escribir. Punero, era el mayor de su casa y sólo sabía sembrar choclos y montañeros. Tenía 21 años y amaba a Pamelita.
Los escuché aquella noche por equivocación, o por curiosidad. Él, hombre cansado de manos ásperas y cortadas, besaba a la muchacha de trenzas marchitas y faldas rojas.
— Te veo mañana atrás de la escuela
— Ya pues, pero rapidito que no me vea mi mamá
— Te espero ahí
— …te quiero
Así era el amor en aquel lugar. Y los consejos de Pamelita eran ciertos también. A eso de las 9:30 de la noche los perros flacos empezaron a ladrar y el temor de ser atacada por esos esqueletos andando apresuraron mi huída hacia la casa de mi madre. Aquella noche soñé que alguien me amaba como a la muchacha de largos cabellos hirsutos.
Tambo – Puquio fue fundado un 31 de Mayo de 1980, bajo el mando del Alcalde Walter Gonzáles Chequén, elegido por decisión unánime o porque su durante su pobre campaña electoral logró salvar heróicamente a un perro de morir ahogado en el río de Cascas. Eso confirma mis sospechas: el peruano no vota por la propuesta, sino por la “linda cara” del candidato.
Actualmente, el pueblo cuenta con 356 habitantes, la mayoría de ellos menores de 40 años. Se ubica a 30 kilómetros del distrito de Cascas, provincia Gran Chimú, y está tan lejos de aquí; aparentemente…
Me desperté a las 4 de la madrugada y pensé encontrar a todos durmiendo. No fue así. Unos pavos robustos se paseaban frente a mí. Su plumaje brillaba de lozanía. Me hubiese dado un buen banquete con ellos, pensé. Decidí entonces seguirlos, porque parecían ir en fila, bien derechitos hacia el matadero, o hacia el Paraíso, diría yo, quién no tenía idea de lo que vería luego.
Caminamos ellos y yo, muy bien acompañados, por entre las hojas secas del camino. Pronto vi que éstos inclinaban su cabeza y picoteaban un montículo oscuro alojado en el piso. ¡Dios Santo!, dije. Mis vísceras querían explotar. Yo, la mujer de ciudad, estaba de viaje ahí, en ese pueblo donde los pavos comen excremento humano. De eso ellos se alimentan, de eso ellos viven.
La ausencia de un sistema de desagüe o Letrinas, hizo que los irresponsables pobladores opten por aplacar sus necesidades fisiológicas utilizando el campo abierto durante la noche. Sin ningún reparo ni vergüenza aquel hombre que pasteaba a sus pavos expresó con satisfacción que éstos serían luego vendidos a los Distritos de Casa Grande y Cajacalá, principalmente.
Al mediodía, mi madre y yo decidimos no cocinar nada y fuimos a una pensión. Arroz blanco con montañeros y una presa de pollo mal cocida fue nuestro almuerzo esa mañana. Y de hecho, ése es el almuerzo cotidiano para ellos, arroz con montañeros.
En Tambo-Puquio no hay sacerdote, ni siquiera una monja para disimular la ausencia de Dios en esas tierras. La gente supone que Él aún no se anima a visitarlos o que hay tanto pecado que Diocito los ha olvidado completamente. Allí tampoco hay escuela secundaria, y el reciento de la Primaria ya no resiste más.
Los hombres del lugar trabajan el campo o mueren en la mina de Carbón. Las mujeres cuidan los hijos o mueren de pena, los jóvenes se enamoran y dejan la escuela, y los niños, los niños…pues quién sabe.


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