Vallejo, aparta de mí este cáliz


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Por: Alberto Sánchez Asmat

Recuerdo cuando al Club César Vallejo lo manejaba aquel agrandado entrenador de apellido Caballero. Lo recuerdo porque un tío, entrenador con íntimas y variadas frustraciones, rezongaba cada vez que escuchaba su nombre. Las mentadas de madre volaban como chalacas y cabezazos en profundidad y mis oídos hacían las veces de trágicos arqueros, de aquellos que se tragan la bola. Vallejo ganaba por escasísimo margen un partido, y el otro lo perdía, a veces empataba… Era el año 1997.

En aquella época, ser hincha del Vallejo conllevaba en sí mismo dos posibilidades: una era ser abollado por hinchas de clubes grandes y otra, ser respetado por los hinchas de clubes menores, o de ser igualmente abollado porque el lírico club –una de sus criollísimas advocaciones- le ganó a la UPAO o al Manucci, etc. Ninguna de las posibilidades era muy grata que digamos, sobretodo si en los extremos de las mismas encontramos, como en una especie de realidad circular, los mismos resultados. Sin embargo, eran cada vez más aquellos que se entusiasmaban con la posibilidad de refundar nuestro fútbol local. Claro, todos menos ese tío, aunque lo haya visto contento cada vez que Vallejo, hoy, gana un partido y más aún si lo gana con resultado amateur. Atrás quedaban los equipos tradicionales cuyos ímpetus se habían oxidado o acaso el mal de la rodilla de Ronaldo también se constataba a nivel de las emociones y la garra. Un equipo nuevo, fundado entre los muros de una universidad relativamente nueva, parecía escribir con sangre cada partido y no en vano se les decía poetas.

Sí, también recuerdo que a todos nos pareció algo huachafo el motecito, pero ahora tal nos suena casi a diario y se puede leer por todas partes. De ser un equipo de a duras penas disputaba una Copa Perú a convertirse en el posible campeón del mediocre Torneo Clausura. O sea, con el posible plus de volverse en el campeón de la primera división nacional. O sea, con el posible valor agregado de convertirse en uno de los disputantes de algún torneo internacional. Sí, sí, sé que sueno exagerado, pero es lo que oigo a menudo en la calle, husmeando entre las conversaciones como el pescador de perlas que las busca en medio de las turbias hilachas de mar y espuma.

Vallejo tiene un historial respetable en la segunda división de nuestro balompié. Estuvo en la primera en dos oportunidades –ésta es la segunda y cada día suscitaba más pasiones que el amor clandestino o el PlayStation. Tuve hace algún tiempo lo que conocemos como calentao’. Fíjense en la pronunciación. Tenía las virtudes emblemáticas y características de la mujer ideal: linda y dispuesta. Salimos algún par de veces, otras no salimos… probaba mi pericia en los sortilegios y en los paralelismos que ciertas prácticas rutinarias de pareja me empujaron a elaborar. Era infiel y ya no me importaba. Y nada intervenía en la destrucción de mis placeres efímeros, sino la conciencia materializada de que, en efecto, era un placer efímero.

Una tarde, fuimos a ver jugar a la Vallejo. Todo marchaba a la perfección, aprovechábamos la bulla y otros momentos de distracción generalizada. Era el 2001 y se jugaba con el Bolognesi la final de la Copa Perú. Un par de errores y los vates no pudieron ni en los penales. Coronel Bolognesi se iba con el triunfo, con la copa, con la segunda división, con su pase a la primera, con la chela gratis, con las anfitrionas… y Vallejo se fue con mi flaca.

Cuentan los sabios, y así lo proclaman los legos enterados, que si no puedes derrotar al enemigo, debes unírtele. Yo pensaba aún en lo sucedido. El equilibrio de todo hombre es un equilibrio patafísico. No me miren raro. Quiero decir que se trata de mantener un estado de tensión entre lo válido y lo inválido, entre lo racional y lo instintivo, entre lo oficial y lo que no se confirma, entre lo sentimental y lo hormonal. Sin embargo, ahora volvía a verme las caras con mi caso de rutinaritis prematura y sin posibilidades de desfogue debido al equipo sobre el cual despotricaba día y noche por haberme malogrado el plan. De alguna forma, odiaba a ese jugador patilargo que se quedó más de la cuenta en el camerino con mi amiga que supuestamente fue al baño. Mucho tiempo tardé en reconocer el nivel de las pasiones capaces de suscitarse en el fútbol, pasiones que tienen un carácter tan violento como otras, pero cuya profundidad alcanza simas donde la negrura lo domina todo y sólo queda especular. El fútbol anida en tales abismos, en las tumbas de la razón lógica. Sólo así podría explicar el último fracaso y el hecho de que la prensa, pese a que el club César Vallejo había perdido la oportunidad de volver al torneo nacional, elogió largamente su desempeño en la cancha y hasta auguraban futuros prometedores a sus estrellas. Y así sucedió.

El año 2003 Vallejo volvió al torneo. Desde entonces, su ritmo ha sido algo irregular; sin embargo, no en vano César Vallejo es un nombre masculino. También en él se repite ese orden terrible y patafísico, ese bamboleo o síntesis finalmente entre contrarios que parecen repelerse. Ganar o perder, facilitar o complicar, abrir ángulos o achicarlos, defenderse o contraatacar. Los polos varios de la vida sólo pueden reflejarse en la representación semanal del combate ancestral por la supervivencia, cosa que Vallejo hace hoy muy bien.

Se hablan pestes de los torneos Apertura y Clausura. No voy a desmentir nada, no dudaré en suscribir la misma opinión de los detractores de nuestra pelotita. Sé que nuestro fútbol no es competitivo a nivel sudamericano siquiera –y ello quedó demostrado cuando los pupilos de Garecca empataron a cero y al borde del llanto con ese equipo ecuatoriano de cuyo nombre no quiero acordarme. ¿Qué podría hacer la Vallejo frente a tales competidores, cuando se trata, a ciencia cierta, de un equipo nuevo, cuyos bríos vienen de su juventud, pero también ella misma puede ser un traspié. Nadie sabe qué sucederá. Los poetas acostumbran a sorprender a lo bruto y sin vaselina.

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