Era una noche fría. El reloj marcaba las siete en punto. Llegué al dojo con el uniforme reglamentario y los ojos llenos de nerviosismo. Llevaba yo, cerca de un año practicando Karate en la Liga Local. Mi sensi, la cinturón negro 5to. Dan Margot Huamán, me había dicho que estaba lista para practicar con la selección, en nada menos que la academia de su esposo, el profesor Eduardo Lambert (7mo. Dan)
Siete años ya de esa noche memorable, a la cual le irían a seguir muchas otras a lo largo de los ocho años que parctiqué este deporte bajo las instrucciones del hombre que iría a salvarme de caer al abismo más de una vez. La recuerdo nítidamente, yo, temerosa, retraída, en un combate cuerpo a cuerpo con una muchacha alta y corpulenta. Él, imperturbable, estricto, alentándome con palabras que debía seguir sin desfallecer. Creo que ese día se dio cuenta de que, por más que atacaran ventarrones y chubascos yo jamás retrocedería. Y en gran parte gracias a esa forma tan suya de interesarse sinceramente por los demás. Por aquellos años yo andaba atravesando una época difícil. Varias veces me planteé quitarme la vida –tirándome desde lo alto de un edificio, ingiriendo veneno para ratas o pastillas en cantidades excesivas–, con el propósito de descansar, o dejar de sentir, que da lo mismo. No le confesé al sensei, pasados los años ya y establecidos los lazos, que una vez intenté materializar esas ideas. Podía observar que andaba cabizbaja, que no hablada con nadie; me preguntaba entonces sobre mi estado.
–Más o menos –respondía con una débil sonrisa.
Parecía intuir que tenía problemas (aunque con la cara que ponía yo eso era más que evidente), y me hablaba de la filosofía de vida oriental. Cuando se dio cuenta que sufría de depresión severa, me dijo, en una de las tantas conversaciones después de la práctica, cómo enfrentarla.
–Uno elige cómo sentirse, si quieres estar mal, mal estarás, si quieres estar contenta, tranquila, así lo harás. Depende del dominio emocional con que te manejes. Porque, ¿Cuál es el peor enemigo?
–…
–Uno mismo. Si uno logra dominarse, está preparado para enfrentar cualquier problema y resolverlo –decía con esa mirada de acero.
Practicar karate me ayudó a sobrellevar el tenaz desánimo que me perseguía a todos lados. A parte de las agradables conversaciones con el sensei (las cuales me hacían sentir que le importaba a alguien), y los ejercicios de respiración, estaban las peleas brutales –por el esfuerzo, a veces sobrenatural–; todo ello, en conjunto, fortaleció mi espíritu y llenó de paz mis pensamientos. Sobretodo ver en él una fuente de sosiego, tan calmado, tan pacífico, tan bondandoso.
Con el correr de los años gané algunos torneos regionales y uno nacional. Creo estimable decir que no hubiera logrado nada de aquello sin haber tenido a un sensei como Eduardo Lambert. Y no fui la única, varios de mis compañeros y compañeras lograron pasar por la gratificante experiencia que da el ser reconocido por el esfuerzo realizado en años de intensa práctica.
Una vez quise saber cómo era el mundo del karate cuando él era joven. Me dijo que había competido cerca de veinte años, y que había quedado en los primeros lugares a nivel nacional e internacional.
–Pero antes era distinto, no había subcategorías como ahora, que los dividen por peso, edad y talla. Antes había una sola categoría. Por ejemplo, si eras flaquito y te tocaba pelear con uno corpulento, quizás el doble que tú, no tenías lugar a reclamo, o peleabas o te descalificaban –explicó con un ligero brillo en los ojos.
A veces también me contaba de sus viajes por diferentes países. Conocía Ecuador, Argentina, Chile, Venezuela; a todos ellos había ido a capacitarse o a acompañar a sus alumnos con motivo de algún torneo internacional. Pero no todo se trataba de karate; le fascinaba hablar sobre la divergencia de culturas y costumbres (me dijo, por ejemplo, que en Argentina suelen comer variedad de pasteles en el desayuno y a media tarde, es por eso que la gente en algo llenita).
Ingeniero industrial de profesión, el sensei Lambert tiene más de treinta años impratiendo la sabiduría que envuelve la práctica del karate do, estilo Shorinryu (oriundo de Okinawa).
Al entrar al dojo uno puede ver que está abarrotado de trofeos y condecoraciones, además de fragmentos de periódicos que cuentan los triunfos de sus alumnos y fotografías de victorias memorables. Hay trofeos del propio sensei y de su esposa, quien antes fuera su alumna y mi mentora, Margot Huamán. Su hijo, al que vi crecer y que actualmente es un larguirucho adolescente de dieciséis años, es también un destacado karateca que hoy en día ha llegado a formar parte de la Selección Nacional de Karate con sede en Lima; además ha representado al Perú en varios torneos sudamericanos. Le pusieron de nombre Eduardo, como el padre. Le queda pues un gran uniforme blanco por llena.
Mientras tanto los alumnos que recordamos con cariño al profesor Eduardo podremos seguir viéndolo en la academia de Karate Lambert, en Almagro, edificio De Marco, tercer piso.
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