¿YA SE FUERON LOS CHICOS MALOS?


-Promete que todo estará bien- promete mamá, promete.

Se aferra con sus manitos frágiles, con las uñas gastadas después de ser consumidas por sus dientes, tiene miedo pero no entiende, no comprende su miedo, sólo sabe que algo malo está pasando.

Quiero seguir recordando, pero sacudo la cabeza rechazando la idea, quiero recordar pero duele el recuerdo; y para qué recordar, para satisfacer la curiosidad de los que me escuchan o simplemente para buscar ese dolor masoquista que a todos alguna vez nos invade.

Son las seis y media de la tarde y el pueblo parece estar en calma, como siempre aquí no hay más que niños jugando antes de que la noche llegue, la noche, la noche para ellos no importa, nadie allí podría hacerles daño, su inocencia es desbordante y juegan sin cesar. Casi siempre es previsible una noche con estrellas, con la luna inmensa sobre las cabezas soleadas después de mucho trabajo; o simplemente es triste, negrísima y misteriosa; los grillos nos acompañan como si fuera una música de fondo, nadie les teme, a nadie les molesta, son sencillamente parte de la noche.

Allí la cena está lista antes de la siete de la noche. Pero esta noche debería ser especial, es navidad. Se respira frescura y tranquilidad, pero hay desánimo también. La luna hoy no coquetea con nadie, está tímida y cubre de nostalgia. Sin duda los niños jamás pensarían en Papá Noel, no tendría por dónde entrar, no hay casas cubiertas de luces coloridas, no hay nieve – ni pensarlo – Tampoco esperan juguetes, casi nunca reciben uno; no hay forma de concebir un alegórico árbol de navidad con el tapete redondo en el piso y rodeado de regalos. Es noche buena, pero parece un día más.

Pero mi madre; mi madre siempre hará la noche especial. Y mi padre aquel día tiene una aflicción, el corazón se le reduce imparablemente, lo comenta con nosotros para reducir su preocupación; yo le abrazo y me siento segura, protegida. Me encantaban los brazos de mi padre, me hacían soñar momentos sin peligros.

Al otro lado del pueblo, en la ciudad, nadie parece tranquilo, las mujeres han previsto todo para la noche buena, el toque de queda empieza a las 6. 00 p.m., pero intentan reunir a la familiar una vez al año. Mucho se han ido de la ciudad y sólo en aquellas fechas regresan llenos de novedades.

Los policías lucen tranquilos, despreocupados, un grupo tendrá guardia esta noche, el deber es así, no entiende de fechas especiales, feriados, fines de semana, el deber hay que cumplirlo. Desde luego para ellos no es un castigo, supongo que aman su trabajo. El tío menor, el tío querido estará de guardia, noche buena la pasará en la comisaría, pero al término la noche estará nuevamente en casa, nunca se perdía el banquete de la abuela y las hermanas.

No hay más que ocho en la Comisaría, en la PIP…no lo sé, pero es más que seguro que no hay un pelotón. Juegan, ríen, bromean bruscamente, como todos los varones. Dejaron un beso para unas horas a su familia, pues la guardia terminará a las siete de la mañana del 25 de diciembre de 1990; y entonces estarán en casa, y preguntarían que hay de comer.

Han pasado casi quince años. Pese a recordarlo, escucho el relato atentamente. Mi mirada se pierde en un punto fijo. Por mi mente pasan escenas de aquel año como si fuera un álbum de fotos que nadie quiere abrir y ojear sus páginas. Percibo el miedo y confusión de aquella vez. Pero comprendo y siento nuevamente la aflicción padre aquel día.

1991 no era un año que sugería tranquilidad, pocas veces se conservaba la calma. Los sobresaltos de las mujeres no se hacían esperar; siempre había un hijo reclutado en quien pensar, un esposo, un padre, hermano, tío miembro de la policía, del ejército, ellos eran dueños de las oraciones y preocupaciones de la familia.

A un año de estrenarse presidente oriental, las políticas de Estado y sus novedades intentaban calmar los aberrantes sucesos en la costa, sierra y selva. Pero nada servía entonces; y para amedrentar el dolor, que llegaría tarde o temprano, sólo había que hacerse la idea para no sufrir mucho, para no querer morir junto con los muertos o para no quedar muertos en vida al no superar una pérdida.
Son ya las siete de la noche. Sin pudor mi padre sale de la casa con una toalla envuelta en la cintura. Camina por la vereda, sus pasos son largos y sigilosos. Cree escuchar algo. Voy de tras suyo con mucha curiosidad, quiero saber que le sucede. Su mirada penetrante se pierde en el horizonte. Me acerco más y tiernamente le abrazo por la espalda, me paro junto a él y miro hacia donde esta la ciudad, no entiendo lo que veo, pero mis ojos se llenan de lágrimas inmediatamente. Mi padre nervioso e incrédulo balbucea y sólo deja a entenderse: “mi hermano, mataron a mi hermano”.

Y es que frente a nuestros ojos la ciudad ardía ferozmente, Juanjuí se consume en llamas y nos separaba casi una hora y media de distancia, pero era como si lo tuviéramos a unos metros de nosotros.

Eran las siete de la noche y los policías en todos sus puestos no sospechaban lo que iba a pasar. Pero pasó y lo vivían en carne propia, como una película de horror. Hombres encapuchados, armados literalmente hasta los dientes, los tomaron por sorpresa; era un enfrentamiento desleal y cobarde, pero qué sabrían los del grupo emerretista de lealtad, de justicia, del respeto por la vida. Allí estaban, policías y miembros del MRTA enfrentándose a muerte en plena ciudad. La pequeña plaza de armas se iba llenando de humo, de tierra y de hombre muertos. Ningún civil quedaba por ahí, los pocos que habían yacían en el suelo, muertos o heridos tratando de salvar sus vidas.

Disparaban a quemarropa sin piedad, destruyendo todo lo que encontraron a su paso. En una esquina de la plaza emergía el Banco Continental, de quien sólo quedó paredes destruidas, que sólo dieciséis años después pudo levantarse nuevamente. El enfrentamiento se expandió por casi todos los casas del centro, oficinas, iglesia, hoteles fueron también impactadas por los granadas y balas que traían para traicionar a su pueblo, a sus hermanos, a sus amigos. Algunos policías se arrastraban a la iglesia para esconderse al verse perdidos por la diferencia de armas y de hombres. Uno de ellos, años después contaría que se salvó porque se escondió de tras del cuadro de la Virgen de la Mercedes, patrona de la ciudad; abrazó el cuadro y como un niño se aferró a él mientras los chicos malos le perdían de vista pensando que le dieron el tiro de gracia.

La razón de la lágrimas de mi padre todavía estaba en pie, mi tío se resistía a morir, junto a sus compañeros hacían lo que podían para mantenerse vivos, se encontró cara a cara con la muerte, y después de casi 8 horas de enfrentamiento ya ni siquiera imaginaba de dónde venían las balas, desarmado, derrotado, casi muerto por las seis balazos que recibió a sangre fría por sus agresores, tendido en el piso, confundido en un charco de sangre, lloró por sus hijos, por sus pequeños que no vería crecer, por su esposa, por su madre, por su padre, por todos quienes le aguardaban a que la noche terminara para que regrese a casa y celebrar la navidad. Sus ojos estaban perdidos y ya su rostro no tenía forma, no era reconocible, allí estaba él, hecho nada, en el piso, inútil, esperando un último disparo para terminar su agonía. Su cuerpo ya no respondía, era como si hubiera renunciado a la vida para que acabar la pesadilla.

Las balas y granadas toda la noche, sin cesar, sin piedad, decían luchar por una vida mejor para todos, pero en realidad nadie les había pedido eso, nadie les pidió dejar como animales tendidos en las calles de la ciudad a todos esos hombres. Y todos allí también sabían que vivían con los enemigo de vecinos, de primos, de cuñados. Cuando amanecía y los hombres de aquel grupo de horror de cobardía terminaban de matar a los que quedaban vivos, las moto taxis, entrenadas para ese momento, salían de casa para recoger terroristas heridos y llevarlos a guaridas, irónica conocidas por todos, pues eran como dije antes, la casa del vecino, del primo o del cuñado. Allí les darían las atenciones respectivas para luego escapar, como se encontraran a la selva y ahí recuperarse de las heridas, si es que podían hacerlo.

Con paso firme y seguro de lo que buscaba un terrorista se acercó al cuerpo del tío policía que sufría por morir, lo pateó como a un saco de basura, le volvió a patear, alistó su arma, seguro de lo que quería hacer le apuntó en la cabeza; y como una escena de película otro de ellos se le acercó y pidió que lo dejara para él -“de ese me encargo yo, tengo un asunto pendiente con este perro”- y así fue, el hombre que lo pateaba y que alistaba su arma para liquidarlo de una vez por todas, le concedió el “honor” y accedió a la petición del camarada, quien se sentó para limpiarle el rostro al tío, y muy bajito le dijo – me debes la vida amigo- palabras que doy por hecho que el tío jamás olvidará, y jamás lo olvidaría también porque se trataba de un amigo suyo, de una compañero del colegio, de un compañero de travesuras de la adolescencia que había tomado un camino equivocado. Se sacó el pasamotañas y se lo puso al tío, llamó a uno de los taxistas que estaba por ahí cerca y le dio órdenes de llevarlo por la ruta de la guarida de los camaradas, pero que luego tomara un desvío hacia el hospital. El tío ahora tiene 44 años y tres cicatrices gigantescas en la espalda y pecho, como si se tratara de un cierre.

Mi padre caminaba como un ratón encerrado, corrió hasta la orilla del río y observaba impotente como la ciudad se consumía en llamas, mamá y yo llorábamos sin cesar, no podía creer lo que veía, sentí que también iba a morir como los que se encontraban al otro lado del río, en la ciudad.

En casa nos confundimos con un abrazo y lloramos hasta quedarnos dormidos y esperar a que amanezca para ir por la familia y para ver si alguien seguía vivo aún.

Desde entonces he muerto muchas veces por el dolor y la ira, he vomitado bilis de decepción, de rabia, son numerosas las veces que me he quedado inválida como si recibiera un balazo en la espalda; era el principio del fin, y desde luego no era la primera ni la última vez. La injusticia, el dolor, el maltrato también matan; matan sueños, alegrías, ilusiones. Desde aquel momento todavía cojo la mano de mi madre y le hago prometer que todo estará bien. Las balas han cesado desde hace mucho, pero hay heridas que no sanarán jamás, y entonces digo una y otra vez: “promete que todo estará bien, promete mamá, promete”.

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